Siempre fui atropellada. No soy grácil y me tiro de cabeza a situaciones insólitas.
Cuando mis amigos respiran entre las carcajadas y se tranquilizan, alguno me pregunta: “¿Por qué, Shari, por qué?”
Es una pregunta que no falla y que se traduce a: “¿por qué te sometés a estas situaciones?”
Lo que sigue es un intento de explicar porqué.
Me gusta experimentar. La vida no es más que un juego en donde hay algunos días más lúdicos y otros más serios, con consecuencias tan reales como las de Jumanji.
Pruebo qué pasaría si esto, o qué pasaría si lo otro, un Elige tu propia aventura hecho a medida.
Los papelones en los que me sumerjo son una forma de vulnerabilidad, pero no la única. Otras cuestan más, son menos graciosas e implican manosear sentimientos menos cómodos: el miedo, el dolor, la vergüenza.
Pero en todas estas formas de vulnerabilidad hay adrenalina y en ella algo que me despierta. Busco ese destello de electricidad que salta cuando alguien sale del piloto automático: una pregunta inesperada basta.
Algo en esa chispa de luz me remonta a mi adolescencia, a la excitación de los nervios, el descontrol de los dedos, a mi voz convertida en subibajas y que ni vos ni yo sepamos a dónde va a terminar esto que empezó. Es esto. Lo que empezó, la chispa que ni vos ni yo sabemos controlar ni a dónde nos va a llevar: la vida misma. Lo desgarrador de lo incierto: que todo es posible y que todo es infinito.
A todos nos incomoda: es parte del proceso.
Pero, ¿por qué no animarse? ¿Por qué actuar como si nuestra materia prima, lo que nos encarna —el amor, la amistad, la fe, la muerte, el arte, la conexión— no fuera importante?
Decir: “Me duele que no me escuches cuando te hablo” o “me voy a dormir pensando en vos y me pregunto si vos hacés lo mismo”. Decir:” Tengo miedo de que te canses de mí” o “¿que fue lo que pasó esa noche y por qué nunca lo hablamos?”
Poder decir y mirar y ver.
Somos 7 229 916 048 perdidos en el mundo y el hilo que nos atraviesa a todos por igual es que la vida —desnuda, frágil, íntima— se deja ver cuando nos animamos a ser vulnerables.
A que nos hieran y a que hiramos. A que nos quieran y a que queramos.
¿Qué harías si te dijera que te quiero? ¿Como reaccionarías si te explicaría cuánto me dolió? ¿Si te invitara a salir?
A veces también me expongo, aunque cueste (siempre cuesta), para sacármelo de encima y dártelo: tomá. Me hiciste bien y te lo agradezco. O tomá. Me lastimaste y hacete cargo.
Hay un miedo tremendo a sentir y yo también lo padezco.
Pero hago un esfuerzo monumental para atravesarlo porque estoy convencida de que lo que hay del otro lado de la vergüenza lo vale todo.
Por eso hago papelones. Por eso me esfuerzo en ser sincera y decirle a las personas cómo me hacen sentir. Porque hacerlo me hace sentir incómoda y frágil y real.
Todo implica un riesgo pero no pasa por ahí. No pasa por el resultado. Pasa por actuar con coraje, por mirar atrás y decir: “Sí loco, me la jugué, no me quedé con palabras atragantadas ni con ganas de. No me escondí y prendí una luz en la oscuridad solo para ver qué había.”
Pasa por ahí: por el valor de prender la luz.
Para averiguar más sobre la vulnerabilidad:
- Todo lo que hace Brené Brown. Sus charlas más conocidas son “El poder de la vulnerabilidad” y “Escuchando a la vergüenza“ (en inglés, con subtítulos en español).
Este artículo fue publicado por primera vez en Postales a Casa. Gracias Den Borgstrom por la foto.
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