Compartí una lista de mis miedos hace poco, con la esperanza de que ponerlos en palabras les bajara la intensidad y por ende su control sobre mí. Uno de esos era miedo a cortarme el pelo. Sí. Cortarme el pelo. ¿Mudarme a otro continente sola a los 23 años? No pasa nada. ¿Conocer personas de internet en la vida real? Pff. ¿Cortarme el pelo? Ayuda.
Pero bueno, los miedos tienen distintos manejos para cada uno y no tenemos el poder de elegir cuál queremos. Preferiría temerle a algo más grave pero esto es lo que me tocó.
Le podría echar la culpa a mi mamá, que tiene el mismo corte de pelo desde hace cuarenta años (perdón, Lor). Cada vez que una de mis hermanas o yo le comentábamos que nos queríamos hacer algo distinto en la cabeza, nos respondía:
—¿Por qué? Si lo tenés divino.
Lo cual puedo desmentir con mucha evidencia fotográfica, pero igual, responsabilizar a mi querida madre no sería del todo justo.
Le podría echar a la culpa a mi yo más joven y a mis amigas de la infancia, que en una escapada a Entre Ríos, nos hicimos las aventureras cual Juego de gemelas y dejé que me tijeretearan el pelo. Tenía 12 años y mi vida cambió para siempre. Pasé de ser una preadolescente tierna y hermosa a una adolescente gordita con el pelo de Cristobal Colón. (Esa etapa en la que nos cambia el cuerpo es la más dura, sumada a un corte de pelo dramático y poco favorable…) Después de escucharme llorar en el baño por mi nuevo casquito, mi mamá se apiadó y me prometió llevarme a la peluquería.
—¿Cómo te lo corto?— me preguntó la peluquera, tijera en mano. Yo no sabía que existía más de un tipo de corte para el pelo corto así que levanté los hombros y le dije que me arregle lo que tenía. Todavía me acuerdo de las uñas afiladas, una en cada dedo, con las que me desmechó el pelo. Zac. Zac. Zac.
Cuando me miré en el espejo, vi dos mechones largos que me circulaban la cara y nada más. Mi pelo, a medida que iba para atrás, se hacía más corto hasta casi desaparecer por completo. Mm, qué raro… pensé pero lo dejé ahí. Mejor que Cristobal Colón es. Cuando entré a casa y mi hermana Michi pegó un grito al verme, lo supe. Nunca le dejes el lienzo libre a una peluquera.
Evité las peluquerías desde entonces, manos amigas o profesionales. Me llevó 8 años animarme a tijeretearme dos pelitos y hacerme un “flequillo” y a pesar de mis ganas controladas de teñirme de color pastel, nunca lo hice.
Pero ya pasaron más de 10 años desde el episodio de Cristobal Colón y no puedo dejarme aplastar por este miedo ridículo. Además, lo peor es que ni siquiera es una decisión permanente. ¡El pelo crece!
Por este motivo, desde que empezamos el viaje le repito a Michi que me acompañe a cortarme el pelo. La obligo a que me obligue a ir, porque dar el primer paso y el definitivo me cuesta horrores. Esta tarde, mientras probábamos nuestro primer café vietnamita, buscamos imágenes de referencia para nuestros nuevos peinados.
—Mirá, así pero no tan corto— le empiezo a decir cuando me pega un grito:
—¡Sharon, se te está quemando el pelo!
Un tercio de mi pelo se había acercado demasiado a una vela encendida y centímetros de pelo se convirtieron en ceniza. Nunca pensé que el pelo quemado pudiera oler tan mal.
—¡Tenías llamaradas, boluda!— se reía sin parar, celular en mano, cámara prendida, obvio. —¡Azul, rojo, fuego!
—Ya está, es una señal. Me tengo que cortar el pelo corto.
No tardamos en elegir el lugar ideal, porque además de motos, Hanoi está repleta de peluquerías. La mandé a Michi primero, que incluso sin mis traumas, tiene menos tendencia que yo a dejarse tocar el cuero cabelludo.
Chocha con su nuevo look, me dijo:
—Nunca antes me pasó de mostrar una foto y que me lo corten igual, y eso que no nos entendíamos una palabra.
Envalentonada ante ese primer éxito, me animé a seguirle. Amagué algunos chistes y me reí del bebé jugando de una de las chicas que atendía para disimular los nervios. Pero bajo la manta blanca que me cubría del cuello para abajo, mis palpitaciones latían desaforadas. Con ojo crítico miré cada movimiento de la mano de la peluquera, al mismo tiempo que cambiaba la vista para no sufrir con cada cierre de tijera. Debajo de mi acting de desinteresada, me moría de miedo.
Ya está, pensaba, el pelo crece. El pelo crece. Siempre admiré a las personas que se animan a cambiar de estilo, ese desapego que tienen a la imagen.
Cuando entré esta tarde a la peluquería, mi pelo llegaba hasta el ombligo. Ahora que escribo esto, toca mis hombros y no más. Me encanta como se siente: sano, suave y con peso. Me sorprende más, sin embargo, lo fácil que fue y lo poco que costó, una vez sentada en la silla negra, frente al espejo, cubierta con una manta blanca y el pelo mojado. No fue tan grave… Creo que lo podría repetir…
Fue después de haber escrito y publicado mi lista de miedos que me dio confianza para hacerlo.
Con esta inspiración e infundida de coraje, le doy la bienvenida al 2018.
La valentía no es solo un derecho reservado a los héroes. Está también en estas actitudes cotidianas y anónimas, que no terminan ni en aplausos ni en festejos, pero que, en su silencio, se sienten muy, muy bien.
P.D. En estos días publico un antes y un después, cuando tenga más opción que en el baño compartido del hostel. ¡Ja!
P.D. II: Buscando imágenes de mi pasado oscuro para este post, entré a las profundidades de fotolog y confirmé que todas mis amigas tuvieron un peinado traumático de chicas.
Sexymech says
Me estoy MEANDOOO!! Carcajada en el cuarto! Me acuerdo de tus mechas post Cristóbal, era corte de peluquera, solo te faltaban las mechitas violetas jejeje…. Ya lo leí dos veces. El chinito de al lado creo q no me fuma más! Me río sola