Es domingo al mediodía y la maratón de comida recién empieza. Estamos en la casa de los papás del Tano y como juega el equipo de la cuidad a las 12:30, el almuerzo se atrasa. Naturalmente. Cuando nos sentamos alrededor de la mesa más tarde, sin embargo, hay un buen aire. Es la primera vez que ganan en mucho tiempo.
Con el tenedor en la mano, empieza la maratón. La primera ronda: pasta. Penne al dente con fetas bien finas de panceta salteada, tan delicadas que parecen pedacitos de jamón crudo, parmesano y pedacitos de carne. Urgh. ¿Cómo describirla? La pasta más rica. Acá todos piensan que chupo las medias sin vergüenza porque siempre “está todo buenísimo” pero yo nunca miento. Todo está buenísimo.
Apenas termina la primera ronda, no hay tiempo para respirar (o desabrocharse el botón del pantalón) que empieza la segunda: carne con zanahorias. No sé nada de cocina así que mi descripción no le hace justicia. Carne con zanahorias, dale, yo también puedo hacerlo, pensarán. Pero no. No. Porque esta carne se te deshace en la boca y las zanahorias, rebanadas con cuidado y a mano para que sean todas del mismo grosor, también. Sí, dale, pero yo también hago una que se desmenuza, pensarán si tienen algo más de práctica en el arte culinario que yo, pero No, insisto yo, porque esta carne, esta carne no es de ninguna carnicería de por acá.
No señor. Es una carne que se consigue en un local chiquito en un pueblo a una hora y media de acá, cerca de la frontera con Francia. Tan cerca en realidad que los habitantes le agregan un ‘pas’ a sus negaciones. La carne de ahí es especial. Pero no solo la carne. También el queso, que aparece sobre la mesa cuando terminamos la carne. ¿Quién lo trajo? ¿Cómo apareció ahí? Un queso redondo, blanco y blando que comemos a fetas, y hecho con tres leches, porque con una no era suficiente. Este questo tiene leche de cabra, de vaca y de oveja.
Un vino rojo acompaña todo para hacernos el aguante. Dale que podés, nos hace entender, dale que podés.
Y como si eso no fuera suficiente —porque no se olviden, esto es una maratón— el postre, que se divide en dos tandas: los dulces típicos de Mondovi, el pueblo de la carne mágica, delicadezas hechas con mermelada de manzana y una especie de alfajores extraños hechas con ostias (sí, ostias) y nueces. La segunda tanda, para aligerar la carga, son algunas uvas verdes y mandarinas.
Y para terminar, obvio, un café.
Tal vez no sería tan grave si fuera la única comida del día, pero pocas horas después la maratón ricomincia. ¿Hay espacio en la panza? No mucho. En realidad todavía me duele. Pero no importa. Se empieza de nuevo.
Unos amigos que nos invitan a cenar. ¿Que si nos gusta la calabaza? Sí, obvio. ¿A quién no le gusta la calabaza? Menos mal, porque hay una olla del tamaño de un lavamanos que explota de un arroz cremoso y color naranja y que tiene además pedacitos de salchicha. Uf. El olor ya es impresionante. ¿Es que todos en Italia cocinan bien? Es el deporte nacional, más que el fútbol, más que cualquier otra cosa.
Después de dos porciones de risotto (porque es tan bueno que con uno solo no basta), acompañado siempre con vino, le sigue algo más light: la ensalada. Lechuga, queso, pera, palta, semillas de una fruta rara que se llama granada. Está tan buena que tampoco se puede comer solo una vez así que se repite.
Infaltable el helado, para terminar de destruir el estómago. Pero tranquilos, que después hay un poco de mirto, un digestivo de Cerdeña para darle fin a la maratón.
Ayuda.
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