“Salí de tu ego y mirá alrededor. Tenemos dos ojos y apuntan hacia afuera: tomá eso como indicación de a qué tenés que prestarle atención. Las respuestas están ahí”. Eso decía el comentario que nos dejó un anónimo en un post de PAC, mi viejo blog. El post era un monólogo interno que transpiraba ansiedad y un poco de narcisimo. Pero más allá del moretón al ego que nos dejó y más allá del poco coraje por publicarlo sin nombre, el anónimo tenía razón: necesitábamos salir de nuestras cabezas y cambiar la mirada de adentro hacia afuera.
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Anoto en cuadernos desde que tengo memoria. El formato es siempre igual: la fecha y después el vómito literario que la mano transcribe lo más rápido posible, cabalgando los pensamientos de la mente. El problema es que los textos no dejan de ser monólogos internos. La mirada es siempre hacia adentro.
La regla más importante para escribir bien es “show, don’t tell“: mostrá, no cuentes. En lugar de contarme que: “Luis estaba enojado y gritó”, mostrame cómo se enojó: “A Luis se le inflaron las fosas nasales y pateó la silla. ‘¡Salí de acá, forro!'”
¿Se ve la diferencia? Sí, es enorme.
Pero ¿cómo aprender a describir? ¿Cómo impregnar mi escritura con esos detalles divinos?
Para saber mostrar, hay que prestar atención, ir en busca de esos detalles. Es el antídoto contra la nebulosidad. El único ingrediente que baja las ideas del cielo y las amasa en un texto corposo. Hablo muy seguido de la felicidad, del amor, de la vulnerabilidad… pero ¿qué son realmente? ¿Qué significa la felicidad? ¿De qué sabe el amor? Explícamelo con objetos concretos, descripciones físicas. ¿Qué olor tiene la vulnerabilidad?
Usá detalles originales. Crean una buena base sólida sobre la cual podés construir. —Mary Karr
Cuando el décimo artista que admiro recomendó incorporar los sentidos, me cansé y dije: bueno. Aprendamos.
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Escuché hablar del logbook por primera vez en el blog de escritura escribir.me (¡gracias, Aniko!): un logbook es un cuaderno en el cual hacés un registro de tus días: qué hiciste, qué viste, que escuchaste. En el post, Aniko explica en qué consiste y cómo empezar uno. Fue la guía que usé durante los primeros meses.
Un logbook es la forma perfecta para adueñarme de mi entorno y obligarme a mirar — mirar hacia afuera. Corrí a comprarme un cuaderno de tapa lisa y marrón para que sirviera solo esa función. En la tapa escribí: Pay attention to what you pay attention to. Prestá atención a lo que le prestás atención, una frase de Amy Rose Rosenthal.
A eso me dediqué este año: a registrar mi día a día, lo que sucedía a mi alrededor. Básicamente, me convertí en una coleccionista y el mundo en mi búsqueda del tesoro.
Con el tiempo, sin embargo, el logbook se convirtió en un cuaderno de experimentación. ¿Y si además de escribir puedo pegar? Además de los registros diarios, empecé a guardarme basuritas. Así se desencadenó mis costumbres de cartonera: wow, ¡qué lindo es este paquete de fideos! Tijeras, plasticola y ya está: un nuevo collage. Tal vez combine bien con el boleto del tren, o la cuenta de mis cafés preferidos o los folletos turísticos que el Tano me trae a casa por si me interesa alguno.
Una vez, aburridos en el trabajo, mi jefe nos dibujó a todos mis compañeros y a mí, unos bocetos rápidos en una hoja cuadrículada. Era un chiste, una forma de que pasara el tiempo. Lo festejamos pero después todos se olvidaron… excepto yo. Antes de irme, lo manoteé y lo metí adentro de la mochila, rogando que nadie me viera. (¡Soy la más vieja del laburo! No da que me lo guarde para mi diario. ¿Qué ejemplo de madurez soy?).
Lápiz, plasticola, acuarelas, lápices de colores, marcadores, flores, dibujos deformes, dibujos copados, formas de decir… Mis logbooks están llenos de todos. Ojearlos es una alegría. Es pura expresión, puro juego y puro detalle. Detalle original, de mis ojos hacia afuera.
Ya voy por el tercer cuaderno y no veo la forma de parar.
Si sos un escritor, o querés ser un escritor, esta es la forma en la que pasás tus días: escuchando, observando, guardando cosas, haciendo que tu aislamiento valga la pena. Te llevás a casa todo lo que almacenaste, todo lo que escuchaste y lo convertís en oro. (O al menos lo intentás.) —Anne Lamott
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